lunes, 9 de noviembre de 2009

RAFAEL URIBE URIBE. Documentos militares y políticos. Tomo IV.

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Publicaciones anteriores sobre RUU y archivos, ver:
http://rafael-uribe-uribe-tw.blogspot.com/2009_11_06_archive.html
La presente publicación intenta documentar el DEBATE
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Nov. 12, 2009
Por CRISTO RAFAEL GARCÍA TAPIA
EL UNIVERSAL, CARTAGENA.
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Continuación, ver:
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Rafael Uribe Uribe
DOCUMENTOS MILITARES Y POLITICOS
Tomo IV (Colección de diferentes temas)
Beneficiencia de Antioquia. Lotería de Medellín.
Se terminó de imprimir en la Imprenta Departamental en el mes de marzo de 1982.
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Más adelante se publica el texto: "El perfil del guerrero" escrito "A manera de Prólogo" por Álvaro Valencia Tovar para este libro.
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Carátula. 13.9 x 21.5 x 3.5 cms. Cosido en cuadernillos pequeños.
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- Lomo del libro. Aparece la fecha de publicaión 1982
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LA SOLAPA
De acuerdo con el plan que hace pocos años elaboró y aprobó la Junta Directiva de la Beneficencia de Antioquia, Lotería de Medellín, es satisfactorio tener el agrado de entregar al público lector, el cuarto volumen con los escritos del General y Doctor Rafael Uribe Uribe.
Fue un acierto la escogencia de publicar la obra de este Colombiano que, por la multiplicidad de sus valores, continúa siendo motivo de admiración para la República que en esta forma rinde tributo a uno de sus hijos más distinguido, cuya vida, como ejemplo, se mantiene abierta y debe ser conocida por las actuales y futuras generaciones.
Uribe Uribe fue un Colombiano que lo abarcó todo, pues escribió con ese sentido de nobleza como contribución a que sus conocimientos fueran aprovechados, lo cual ha logrado a lo largo de la historia.
Su pensamiento en el ámbito Colombiano y de América, es de los muy pocos que continúa siendo actual, y lo hacen a él un caballero distinguido, grande en la vida de los pueblos, que no deja de deslumbrar por la rectitud de sus acciones.
Gran parte del pensamiento de Uribe Uribe está por ser aplicado para solucionar fenómenos sociales que lo requieren.
Así cumple la Institución con relievar y ofrecer con esta edición, la obra de quien tiene eco de sinceridad en todo lo que llegó a su gran espíritu de eminente hijo de Colombia.
Jairo Upegui Henao , Gerente
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LA PRIMERA PÁGINA

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SEGUNDA PAGINA
BENEFICENCIA DE MEDELLÍN Y GOBERNACIÓN DE ANTIOQUIA
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A manera de Prólogo
PERFIL DEL GUERRERO
Por Álvaro Valencia Tovar . alvatov2@yahho.com (La firma aparece al final del texto en el libro) Escaneó el texto: NTC … / gra .
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<-- Primera página del Prólogo. (Click sobre las imágenes para ampliarlas y hacerlas legibles. Click en "Atrás" en la barra para regresar al aquí)
Tarea en verdad compleja la de analizar, a través del prisma exigente del arte militar, la personalidad de los generales que se elevaron a las altas dignidades de los ejércitos enfrentados en nuestras guerras civiles. Para ello se hace indispensable entender la clase de contienda en que descollaron. No fueron guerras clási cas aquéllas, sino luchas apasionadas en las que la montonera prevalecía sobre el ejército, la improvisación sobre el plan, la acometividad ardiente sobre el cálculo.
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Los generales fueron producto de la turbulencia recurrente que caracterizaba el discurrir nacional, dentro de un marco político acentuadamente pugnaz, saturado de odios agravados por la ambición y por el aliento caudillista. La tradición militar formada en la Guerra de Independencia desapareció con los últimos jefes que la libraron, con lo cual la experiencia adquirida en las campañas libertadoras no se transmitió a los herederos marciales de quienes habían vencido a los ejércitos del Rey.
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Un ejército sin escuelas militares, aquejado del morbo político que envenenaba el alma nacional, desprovisto de las disciplinas continuadas de la profesión castrense, no podía formar su oficialidad en los moldes académicos de la verdadera milicia. Sin escalafones organizados ni requisitos establecidos por reglamentación exigente para escalar las altas posiciones del mando, otros eran los patrones para conformar la jerarquía castrense.
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<-- Foción Soto y Rafael Uribe Uribe . (Click sobre las imágenes para ampliarlas y hacerlas legibles. Click en "Atrás" en la barra para regresar al aquí)
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Cada campaña producía constelaciones de generales y jefes, algunos promovidos a saltos, otros por simple cambio de la levita del político por la guerrera del oficial. Tal el caso, por ejemplo, del señor Miguel Jerónimo Canal, a quien se hizo General de Brigada por el único mérito (1) de ser hijo del General Leonardo Canal. O el del General Jorge Holguín, prestante figura política, a quien se nombró directamente General de División.
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Algo parecido habla ocurrido en las primeras etapas de la Guerra de Independencia. Pero allí la presencia de oficiales extranjeros y más tarde de la Legión Británica, introdujo cierto sentido profesional. Por otra parte los oficiales de Morillo dieron terribles lecciones de eficacia militar a los aprendices criollos, comenzando por el propio Simón Bolívar. Así los guerreros elementales se convirtieron gradualmente en generales, con la brillantez de un cerebro estratégico como el Mariscal Sucre, o de un talento organizador como Francisco de Paula Santander.
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Todo aquéllo se consumió en los avatares políticos de la República. Mosquera fue el último espadón de la Independencia, lo que se patentiza en la victoria de su revolución de 1859­60, único caso de acceso al poder por vía de las armas en toda la historia de nuestras contiendas civiles. El episodio protagonizado por el General José María Melo en 1854, no fue más que un incruento golpe de estado capitalino, de efímera duración.
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Muchos intentos de crear escuelas militares se hundieron en las luchas fratricidas. Ninguna organización tuvo permanencia. El Ejército Nacional llegó a tener, después de Melo, 376 hombres como pie de fuerza. Los soldados solían prestar servicios policivos, transporte de correos, vigilancia carcelaria. Entre guerra y guerra las fuerzas oficiales languidecían en el ocio, sin ejercitación castrense ni programas serios de perfeccionamiento.
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En el decenio del 90, último del Siglo XIX, hubo intentos de profesionalizar el Ejército. Se reactivó la Escuela Militar bajo dirección del Coronel Lemly, de nacionalidad estadinense. Más tarde el General Reyes, como embajador de Colombia en Francia, contrató una importante misión militar. Pero las guerras civiles del 95 y del 99 echaron por tierra esos dislocados esfuerzos, antes de que hubiesen tenido efectos tangibles.
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Si esto ocurría en las fuerzas gubernamentales, armadas y mantenidas con carácter semipermanente por el erario público, fácil es imaginar lo que serían las mesnadas de la revolución. El valor, el arrojo suicida, la fiebre del combate, la ardentía sectaria, el tropel, la pasión, las rojas banderas al viento contra la hegemonía conservadora o las azules levantadas contra la primera república liberal, entre 1856 y 1885. El tumulto, el asalto frontal, el impulso heroico, salpicaban el caleidoscopio de la guerra, donde los generales actuaban como sargentos entre alaridos y desbordes de coraje. En el frustrado ataque de Rafael Uribe Uribe a Bucaramanga al comienzo de la revolución de 1899, sus tropas perdieron tres generales muertos, otros veinte resultaron heridos o prisioneros y una pléyade de coroneles y oficiales de otros grados perecieron o fueron heridos.
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La primera inquietud que surge.es: qué hacían 25 generales en un ejército cuya fuerza total no superaba los 4.000 hombres? Hoy, para esa misma tropa, no habría más de uno. Pero esos eran los tiempos y esa la noción bizarra de la lucha.
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Dentro de semejante marco bélico actuó Rafael Uribe Uribe. ¿Cómo analizar su auténtica figura militar? ¿Qué fue él en términos de capacidad estratégica, habilidad táctica, talento como conductor de tropas, en suma, como general en campaña? Difícil establecer a ciencia cierta en medio de una lucha confusa, caracterizada por la contradicción de principio entre la forma de combatir y los cánones de la guerra que, para su época, ya habla alcanzado niveles de depurada maestría en la era post-napoleónica.
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Obviamente hay que comenzar por un encuadramiento del hombre en el tiempo y en las circunstancias. El tipo de guerra, anticuado y elemental, que se hizo en el Siglo XIX en Colombia, fue tropical y sangriento, carente de finura estratégica y de estructura conceptual. En medio de la penumbra saltan, si, chispas luminosas que no alcanzan a salvar de agobiante mediocridad el mando militar, plagado de errores garrafales y desaciertos profundos.
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Una de esas chispas se llamó Rafael Uribe Uribe. No alcanza a ser luminaria. Como no lo fueron los generales que en uno y otro bando dirigieron las operaciones sangrientas y valerosas de las diversas campañas en las guerras sucesivas, que alcanzaron su climax en la Guerra de los Mil Días, con que Colombia despide un siglo turbulento y penetra en otro de incertidumbres.
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Antioqueño raizal, perteneció Uribe Uribe a la estirpe de hombres que se irguieron sobre la montaña brava, labraron la tierra o derribaron selvas para poblar soledades. Su familia hablaba el lenguaje del hacha en las jornadas del trabajo y el del rosario en las quietas veladas hogareñas. Hasta que la guerra dejó oír sus bizarras clarinadas en el amanecer, convocando las huestes liberales. Rafael habla sido un escolar tímido. Alternó las faenas campesinas con las estudiantiles. Acompañó a su padre en el empeño de transformar montes enmarañados en haciendas, yendo de una parte a otra al impulso andariego de su raza. En alguna de las trashumancias familiares, adolescente apenas, vió morir a su madre. Julia, la hermana mayor, hubo de llenar, entre amorosa y enérgica, el enorme vacío.
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Del introvertido aprendiz de primeras letras, Rafael evolucionó a fuerza de tenacidad y empeño hacia el alumno brillante que llegó a secretario de su colegio en Buga. Se le escogió para pronunciar el discurso de clausura. Su voz recia, superado el nervioso tartamudeo de su primera niñez, resonó en el claustro con vibraciones retóricas que anticipaban lo que habrían de ser sus encendidas intervenciones parlamentarias y apasionadas arengas guerreras.
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Ingresó al campo de batalla cuando apenas bordeaba los 17 años de edad. Era la época del Olimpo Radical, de la embriaguez federalista plasmada en la Constitución de 1863, del libre comercio de armas y municiones, de los ejércitos de los Estados que excedían en poder al remoto cuerpo armado nacional, mantenido en cifras írritas para que no interviniese en la autonomía de las regiones. La revolución constituía imán irresistible. Así estalló la guerra del 76, cuya deflagración ocurrió en el Cauca esclavista y clerical, se propagó a Antioquia tradicionalista y religiosa, abarcó al Tolima levantisco. El centro del país, con su gobierno federal, se veía acorralado e impotente.
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Singularmente el Cauca alineó con el gobierno. Los colegios cerraron sus aulas. Los estudiantes mayores se lanzaron a la revuelta unos, a contenerla otros. Entre estos últimos empuñaron la espada - su prestancia social les daba crédito para iniciarse de una vez como oficiales - Heraclio y Rafael Uribe Uribe. EI primero llegó pronto a Ayudante del General en Jefe, don Julián Trujillo. Rafael, menor que aquél, fue nombrado para adiestrar una Compañía de infantes. Cómo? ¿Con qué conocimientos militares previos? Con los de algunas conversaciones militares sostenidas en Medellín con el Coronel Martín Gómez, en horas fascinantes en las que aquel otro producto humano de las revoluciones y contra­rrevoluciones narraba las aventuras bizarras, vividas al calor del vivac o entre la algazara de combate.
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Era un guerrero nato el jovencito. Soñaba a buen seguro con la gloria, como otro coterráneo suyo que, a los 25 años, llegara a General de División en la espléndida carga de Ayacucho. Tan bien lo hizo que terminó como Ayudante del Batallón 20 de Buga. Ardía en deseos de lanzarse al combate. Su unidad se hallaba en reserva cuando, el 20 de agosto, el General Trujillo situó las tropas caucanas, defensoras del régimen presidido por Aquileo Parra, en el campo de Los Chancos, donde se preparó a dar batalla.
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El 30 al amanecer se produjo el combate del que se sabe poco en términos militares. Todo indica que fue un choque frontal, directo, sin filigranas tácticas. Formidable colisión de masas en la que el más macho debía ganar. Y machos eran ambos hasta límites de locura.
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La situación de reserva implicaba una opaca tarea para el guerrero en trance de probar su armadura. Corrió en busca de su tío Gabriel que comandaba uno de los cuerpos mayores - eran contiendas aquéllas que devoraban familias enteras - para pedirle entrar en acción. En vez de ello se le envió a buscar pertrechos, que ya escaseaban en el punto álgido de la batalla. Corría Rafael a cumplir su misión, cuando una bala enemiga le atravesó' la pierna cerca a la rodilla, perforándole el hueso de lado a lado e hiriendo el caballo, que rodó por tierra con todo y jinete. Fue su hermano Heraclio quien lo rescató de la muerte, cuando acertó a pasar por allí y en una camilla lo condujo a una tolda de sanidad, varias veces perforada por las balas.
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Estuvo el joven oficial entre la vida y la muerte a consecuencia de su herida y de una fiebre tifoidea que contrajo cuando aún estaba convalesciente. Con todo, no abandonó las filas. Apoyado en muletas acompañó al General Trujillo en su entrada a Medellín, obteniendo del Comandante General una beca otorgada por el gobierno de Antioquia, para estudiar en la Universidad Nacional de Bogotá. Así encontró el militar que apenas afloraba en Uribe Uribe, la faz opuesta de su vida, representada en la jurisprudencia, que terminó de cursar en el Colegio Mayor del Rosario.
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La Constitución de Rionegro, hecha para arcángeles al decir de Víctor Hugo, producía convulsiones permanentes. Conflictos sin cuento estallaron dentro de los mismos Estados a lo largo de los nueve años que siguieron a la fracasada revolución del 76. Nada estable podía construirse en aquel tembladal político, donde el gobierno central, poco menos que impotente, hacía de rey de burlas de los caudillos de provincia. Se requería de una figura fuerte para someter el país eruptivo y volcánico. Esa figura comenzó a perfilarse en Rafael Núñez, inquieto y tornadizo político cartagenero, que hablaba en tonos profundos de Regeneración Nacional a nombre del liberalismo. Se iniciaba una nueva y controvertida época en la historia de Colombia.
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La inquietud colectiva llevaba en sus hervores el signo inocultable de la guerra. Era la constante de la época. La joven república no se hallaba a sí misma. La Libertad extremecía las fibras más ... .
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Algunas imágenes relacionadas con la Guerra de los mil días que se intercalarán en la contiunuación del texto. Fuente de estas y de otras imágenes publicadas:

La inquietud colectiva llevaba en sus hervores el signo inocultable de la guerra. Era la constante de la época. La joven república no se hallaba a sí misma. La Libertad extremecía las fibras más sensibles y arrebatadas de los unos. El Orden, matizado de autocracia, la inflexible rigidez de los otros. Ambos términos campeaban en el escudo nacional, separados por las garras de imponente ave de rapiña. Oratoria encendida en los parlamentos, actitudes heroicas de las juventudes vocadas a la guerra, ansiedades insatisfechas aquí y allá, salpicaduras de radicalismo francés mal digerido, todo favorecía la inestabilidad precursora de la lucha armada.
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Santander fue el territorio elegido ahora para la explosión. La Guerra del 85 comenzó como reyerta intestina de los propios liberales, hartos de aguantar desplantes temperamentales del hombre fuerte del Estado Soberano, General Salón Wilches. No fue un conflicto más en la entraña de aquellos Estados autónomos en que se había fraccionado Colombia. Aquí había mar de fondo, o por lo menos se ahondó el charco cuando bayonetas y estandartes rasgaron el firmamento sobre los horizontes de la montaña arisca.
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Rafael Núñez se habla posesionado el 26 de julio para el periodo 1884-1886. Llegaba de Curazao después de tratarse penosa enfermedad que le impidió comparecer en oportunidad a la fecha señalada en abril anterior para ese acto. Lo acompañaba Doña Soledad Román, mujer fuerte al estilo de otra que en tiempos de Simón Bolívar había ocupado la Casa de los Presidentes. Ambiciosas y dominantes ambas. Más cauta Doña Sola en la utilización del poder.
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La chispa de Santander se extendió velozmente cuando Núñez, que veía en la reyerta intestina de los liberales un pretexto para intervenir en beneficio propio, metió baza. Sus tentáculos se prolongaron a todas partes. En Antioquia, ordenó al mandatario del Estado, Luciano Restrepo, entregar las armas a Marcelino Arango, Jefe conservador manizaleño. ¿Extraño? No. Era que en las fibras más secretas de Núñez se venía experimentando curiosa metamorfosis hacia el conservatismo, del cual recibía consistente apoyo, superior en todo caso al de los moderados liberales, frente a la intemperancia radical. Estallaba la guerra en la comarca de los Uribe.
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Cuenta Julián Uribe Uribe en sus Memorias que su hermano estuvo a punto de lanzar al Secretario de Gobierno por la ventana de la Gobernación, porque no le daba armas para dotar el Batallón Legión de Honor que le había sido asignado. El joven Sub­teniente gobiernista de Los Chancos, saltaba ahora a Teniente Coronel de la Revolución, sin otro mérito que el de su gloriosa herida cuando la batalla no alcanzaba aún su pleamar.
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Rafael Uribe demostró en la breve campaña sus cualidades de caudillo carismático. Poco entendía de la guerra clásica, para la cual no había sido preparado. Tampoco disponía de medios para desarrollarla. Se lanzó a la ofensiva respondiendo a su temperamento, en acometividad que le dió sus mejores victorias. Poseía el Don de mando del guerrero. Cuando hallaba arrecifes a su paso no vacilaba en aplicar la mayor energía. Así, con las riendas arrancadas a su cabalgadura, sometió a golpes de freno a un díscolo soldado de su tropa que cometía desafueros en una casa particular, a su paso por El Retiro. Y, en el momento crucial de la campaña, descerrajó un tiro de su propia carabina sobre el soldado Resurrección Gómez por capitanear una insubordinación, dándole muerte.
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Triunfó en El Naranjo y Ouiebralongo sobre las fuerzas regulares del General Benigno Gutiérrez, pero aquella chispa fugaz de éxito se apagó con la derrota general. Los caucanos del General Payán derrotaron a los antioqueños en Santa Bárbara, cerca a Cartago. Salamina cayó en manos del Gobierno después de enérgica resistencia. Era el golpe decisivo. Uribe arengó sus tropas y las persuadió de seguir hacia Envigado para sorprender al General Gutiérrez, su vencido adversario de Ouiebralongo. No pudo realizar su propósito. La rebelión se disolvía en el fracaso y un último intento de Uribe Uribe por reavivarla periclitó en el frustrado asalto a Santa Bárbara de Antioquia, donde en acto de audacia muy suyo pretendió tomar el cuartel con un puñado de oficiales.
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Durante un año conoció Uribe las amarguras del vencimiento en la cárcel de Medellín. Lejos de languidecer, su poderosa fuerza de voluntad hizo de aquel período la prueba de fuego que requería para remontarse a mayor altura. Llamado a juicio por el delito de homicidio en la persona de Resurrección Gómez, puso fin a su periplo carcelario con brillante defensa que recuerda la que José María Córdova hizo de sus actuaciones durante la Campaña del Cauca, en la que cometió acto semejante al de Uribe.
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"Yo he muerto a un hombre, exclamó en su vibrante oratoria Uribe Uribe. Pero voy a demostrar con la fuerza evidente de cien soles, que en ello no cometí delito ... fue mi deber inequívoco obrar de esa manera, en forma que mi acción me eleva en vez de deprimirme y merece alabanza en vez de vituperio". Y en arrogante imprecación al Tribunal le exigió que fallase sin contemplaciones ni consideración hacia cuanto su nombre pudiese significar: "Tened presente todo esto (sus méritos y distinciones) rubricó al final de su discurso para que, si me creeis culpable, me castiguéis con mayor valor y energía, porque habré delinquido más que otro ninguno. Fallad!"
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Declarado inocente por unanimidad, volvió a la capital investido de la representación parlamentaria por Antioquia. Desde la cárcel había escuchado los ecos lejanos de la revolución derrotada en La Humareda, y la voz estentórea de Núñez con su frase soberbia: "La Constitución de 1863 ha dejado de existir”.
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Otros diez años de agitada existencia republicana, regida ahora por la Constitución de 1886. Apenas han transcurrido nueve años de vigencia del instrumento centralista de Núñez y Caro, cuando se levantan contra ella históricos (conservadores intransigentes) y radicales resentidos. Los extremos se abrazan en la inconformidad. Se intenta un golpe de estado contra Miguel Antonio Caro, Presidente en ejercicio. Lo encabeza el General Santos Acosta, experto en estas lides, como que había sido quien amarró nada menos que al Gran General Tomás Cipriano de Mosquera, para poner fin a su dictadura.
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Alguien delata la conspiración y el proyecto se derrumba en enero de 1895. Las consignas revolucionarias, sin embargo, habían llegado a diferentes lugares de la nación: donde la 'revuelta estalló fraccionadamente. Fue breve. La facción histórica del conservatismo había defeccionado y el radicalismo liberal quedó desoladoramente solo. Rafael Uribe Uribe, una vez más, empuñó las armas y elevó la voz al conjuro de la libertad, que padeció intensamente en su agitada existencia. Fue pasión desbordante, fuego interior que tan solo adquiría presencia de brasa incandescente entre campaña y campaña.
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Esta de 1895 fue la más breve y estéril de las que envolvieron al guerrero convertido en General. Se inició en Subachoque con un reducido grupo de 500 hombres, con los que pretendió unirse a las fuerzas rebeldes del Tolima. La senda de Uribe habría de cruzarse por primera vez con la de una joven y brillante figura del conservatismo rival: el General Rafael Reyes, que interceptó con fuerzas superiores al grupo revolucionario batiéndolo en La Tribuna.

Uribe combatió con su proverbial heroísmo. No figuró entre los rendidos. "Prefiero legarles a mis hijos el ejemplo de morir en el esfuerzo supremo de legarles libertad y de impedirles que crezcan en el ejemplo corruptor de la abyección de la tiranía", escribió a su esposa Sixta Tulia Gaviria, con quien habla casado nueve años atrás y tenía ya cuatro hijos.
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Terrible fue la odisea que se inició para el rebelde con el revés de La Tribuna. Cortado por las fuerzas victoriosas, fracasó su intento de marchar al Tolima. Quiso hacerlo a Santander, donde el General Pedro María Pinzón levantaba los estandartes de la revolución. Por "trochas infernales", ocultándose siempre, alcanzó Santander sólo para enterarse de que el General Reyes había batido a los rebeldes en Encizo, sorprendiendo luego en Capitanejo al General Pinzón y tomándolo prisionero con todas sus tropas.
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Con los triunfos del General Manuel Casabianca en el Tolima, los últimos disparos rebeldes en las hoquedades de la montaña fueron el toque fúnebre que sustituyó el tañer de campanas que hubiesen doblado por la revolución, si no es porque todos los poblados de Colombia se hallaban en manos del Gobierno.
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Uribe Uribe, apresado cuando se desplazaba por el Magdalena en busca de los rebeldes de la Costa Atlántica, reeditó el ya conocido viacrucis de las cárceles. En manos de sus captores a raíz de la delación de un boga, hubo de cubrir a pie agotadoras jornadss hasta alcanzar las bóvedas de Cartagena, donde parecían deambular aún las sombras augustas de Antonio Nariño y Francisco de Paula Santander.

De la Revolución del 85 hubo un gran vencedor: Rafael Reyes que iniciaba el camino que culminaría en la presidencia de la nación. Y un gran vencido: Rafael Uribe Uribe. El tiempo los haría amigos en horas luminosas para la República, cuando a las voces de mando del combate sucedieron las oraciones imperecederas por la paz.
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Aquel intento revolucionario fue en realidad la antesala para la más terrible y destructora de las contiendas civiles, lúgubre mente registrada en la historia como la Guerra de los Mil Días. Salido de la cárcel Uribe Uribe dedicó sus energías a la tribuna y al periodismo, aficiones ambas hondamente arraigadas en su espíritu y que permitieron la proyección sobre su partido, con fuerza avasalladora, de su recia figura de conductor.
<-- General Gabriel Vargas Santos, mencionado más adelante.
Las derrotas del 95 no habían paralizado la voluntad revolucionaria. Por el contrario una ira sorda, un ansia de revancha, la convicción de que ahora sí se podría realizar lo que antes fracasó, hizo arder la revuelta en las arterias de quienes veían en las armas el único camino posible para expresar su voluntad.
Pero no eran tan solo razones políticas, justificables o no, las que impulsaban a la revuelta. Era la guerra. La guerra en sí. A lo largo del siglo, como reencarnación de la Minerva helénica, había atraído con poder hipnótico a caudillos y polemistas, políticos y conductores. Hacía su efigie fantasmal marcharon, deslumbradas, las juventudes de los dos partidos. Las enceguecía la perspectiva de la gloria. Se luchó por ideales políticos, es cierto. Y por ambiciones personales. Pero más decisivo fue el espíritu guerrero de la Independencia, transmitido de generación en generación, con menosprecio por las vidas que arrancó al pueblo colombiano y por los destrozos sin cálculo posible que ocasionó a un país en surgimiento.
La revolución ha podido contenerse con algo de transigencia. La guerra evitarse. Pero el conjuro de esas dos palabras, cuya magia venía gravitando sobre el sentimiento colectivo, pudo más que la razón y el juicio.
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Mapa batalla de Peralonso -->>
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Cuatro fueron las intervenciones mayores que Rafael Uribe Uribe tuvo en el largo conflicto que desangró la nación por tres años interminables. Para un mejor enfoque de sus actuaciones pueden precisarse así: Batalla de Bucaramanga, Asalto en Peralonso, Batalla de Palonegro y Operaciones Volantes.

La primera ocurre en tomo a la ciudad que habría de presenciar las más violentas acciones de la guerra. En ella se evidencian las condiciones fundamentales de Uribe Uribe en su comportamiento guerrero: arrojo sin límites, inspiración y carencia de conocimientos militares para utilizar las dos primeras con acierto y eficacia.

En honor a la verdad Uribe no comandó un ejército en el ataque a Bucaramanga. Sus fuerzas apenas si se habían reunido en parte, no habían recibido entrenamiento adecuado. Pobremente equipadas, su armamento era el más abigarrado muestrario de cuanto artefacto en capacidad de disparar había sido posible conseguir, si es que se portaba arma de fuego y no algún viejo machete o instrumento de labranza. Las tropas asaltantes debían converger desde distintas direcciones, sin conocerse entre sí. Era una multitud incoherente, aunque encendida por la fiebre de la revolución.
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<-- Mapa batalla de Palonegro.

Avanzando desde el Sur, Uribe quiso batir la guarnición gobiernista de Piedecuesta para impedir su fusión con la de Bucaramanga. Con acierto preparó un plan envolvente pero la indisciplina de los comandantes encargados de ejecutarlo permitieron al adversario evacuar la población sin combate. Esto contrariaba la idea preconcebida del General que, sin plan alguno prosiguió hacia Bucaramanga. No era su intención comprometerse en batalla de inmediato, ignorante como se hallaba de las características del terreno y del dispositivo de su adversario.

¿Por qué, entonces, se libró la acción el 11 de noviembre de 1899? Precisamente porque aquella hueste amorfa no tenía condición militar alguna ni respondía a organización definida. Luchaba por una bandera. Apasionadamente, admirable en su denuedo y heroísmo. Así marchó al sacrificio y a la muerte, dejando huella perdurable de su valor sobre la arena de su derrota.

La marcha que ha debido detenerse en Floridablanca en espera de un nuevo plan siguió adelante, en forma dislocada. Uribe quiso detener la vanguardia, pero el arrojo juvenil pudo más y el combate se comprometió sin sentido. Tras ella otros grupos, la montonera toda, en asalto descohesionado contra los paredones de donde salía fuego mortal. La situación escapaba de manos del General. No había otro recurso que sacar partido de una situación precipitada contra el querer del comandante y así se hizo, sin disposición táctica para maniobrar en torno a las defensas sólidamente preparadas.

La improvisación era el preludio del desastre y, al cerrar la noche, la fatiga y las tinieblas paralizaron la operación. Si la batalla se comprometió sin intención, era el momento de interrumpirla al amparo de la oscuridad por medio de un repliegue táctico que permitiera el desprendimiento del contacto, a fin de reagrupar las unidades, reorganizarlas y esperar la llegada de las columnas que no habían cumplido la cita con el enemigo. No se hizo así, en parte porque se había perdido el control en medio de la dispersión, en parte por juzgar que retirarse desmoralizaría las tropas después de su valeroso comportamiento en la ofensiva.

El 13 se reanudó el asalto. Había disminuido el ímpetu. Varios jefes de la revolución cayeron en el desesperado intento de capturar la ciudad y sus tropas acéfalas emprendieron la retirada, exhaustas física y moralmente. Cerca de 1.000 muertos y 500 heridos quedaban atrás, en un desastre de gravísimas proporciones, apenas en los albores de la guerra.

Peralonso fue una batalla extraña. Indicios de considerable solidez tienden a comprobar que hubo del lado gobiernista algo semejante a una traición, pues resulta inconcebible la ineptitud con que el Comandante en Jefe, General Vicente Villamizar, condujo - o dejó de conducir para ser exactos - una acción que ha debido ganar dentro de la lógica más elemental.

Uribe Uribe, después del desastre ante Bucaramanga, dio pruebas de fortaleza de ánimo y energía que hablan muy bien de sus dotes de comandante. Improvisado sí, como la mayor parte de aquellos generales de espada, pólvora y casaca, pero resuelto y embarnecido por una voluntad de acero. Por García Rovira, sin dejar que se dispersara lo que logró salvar, alcanzó Cúcuta, donde también se había acantonado el General Benjamín Herrera, , con fuerzas pequeñas pero bien organizadas dentro de relativo rigor militar.

Esta convergencia de las dos figuras descollantes de la Revolución, puso de manifiesto una profunda discordancia de pareceres, temperamentos, condiciones humanas. Herrera había hecho una carrera militar consistente, ascendiendo con relativa regularidad. Uribe era producto de la inspiración y de la fuerza de un espíritu hecho para lanzarse a las alturas. Herrera era metódico. Uribe imaginativo, más líder carismático con visos de caudillo, ante el comandante ortodoxo y rígido que había en Herrera. Semejante contraste era más propicio para el choque que para el entendimiento. Y chocaron para infortunio de su causa. El diferendo solamente se podía resolver con un tercero superior a ambos, y lo hallaron en un viejo caudillo de guerras anteriores, prestigioso y respetado: el General Gabriel Vargas Santos.

Sublime error. El General en Jefe pertenecía a otra época. Su hora de gloria había pasado tiempo atrás. Anciano, fatigado, enfermo, no era el mismo que sus intrépidos días juveniles. A él, más que a nadie, se debe la derrota de la Revolución, que habla quedado mejor en manos de Herrera, Uribe o Justo Durán, otro rival de ambos. No era la primera vez ni sería la última en nuestra historia, en que celos, envidias, personalismos, prevalecerían sobre una gran causa.

Hacia la Quebrada de Peralonso marcharon desde direcciones opuestas las fuerzas gobiernistas, que venían de triunfar en Bucaramanga, y las rebeldes batidas en parte en el mismo sitio. En aquel punto, denominado también La Amarilla o La Laja, chocaron el 15 de diciembre las dos vanguardias en una típica batalla de encuentro. Rechazada la del Gobierno que ya había pasado el quebradón, se vió forzada a replegarse, repasando el estrecho puente y atrincherándose en tapias y paredones vecinos al río.

Comandaba la vanguardia del Gobierno el General Ramón González Valencia que dio allí pruebas de extraordinaria fibra militar, al resistir casi 36 horas de combate ininterrumpido con su ejército e impedir con grave mortandad para el adversario que se forzara el paso del río. El 15 Y 16 se combatió con bravura. González Valencia aguardando refuerzos desesperadamente. Villamizar aletargado, distante, ajeno a la realidad de una batalla en la que se definía la guerra. El ejército de la revolución resuelto, impetuoso, suplía su inferioridad numérica con la concentración en el punto de máximo esfuerzo, acompañada de coraje y acometividad sin límites.

El 16 la empecinada situación de los dos combatientes comenzó a definirse en favor del Gobierno. Los ansiados refuerzos llegaron al fin. La munición en el lado liberal comenzó a agotarse. Promediaba la tarde, el Batallón Bárbula, comandado por el General conservador Eduardo Ortiz Borda, había logrado establecer una cabecera de puente en el sitio de La Amarilla y desde un promontorio dominante batía con sus fuegos el flanco izquierdo revolucionario. El grueso del ejército oficial llegaba al campo de combate, fresco, bien apertrechado.

El desaliento cundió por las filas de la revolución. Fatiga, vencimiento, desorden, angustia, hambre, desesperación, hacían desfallecer a un ejército al borde del colapso. Bastaba que un verdadero General diese a las fuerzas oficiales el impulso decisivo para que el triunfo se hiciese arrasador. Pero faltó ese tipo de General y se perdió la oportunidad de una victoria que hubiese puesto fin a la guerra.

¿Qué pasaba en tanto en el mando liberal? Lo señala el General Uribe en sus memorias, después de describir en tonos lúgubres aquel comienzo de derrota: " ... si se hubiera pretendido prolongar el combate al 17, no habría amanecido un solo hombre en el puente. Hacia el mediodía, el enemigo comunicó a Cúcuta la derrota del ejército revolucionario".

Por su parte dice Ortiz Borda: "Me hallaba al frente del Bárbula dominando por completo la revolución en horas del medio día cercanas ya a la tarde ... cuando fui sorprendido por un toque de corneta de retirada, el cual era un insólito mandato, porque mi cuerpo triunfaba de manera manifiesta ...”.
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Un acto desesperado, de contornos suicidas, había cambiado el curso de los acontecimientos. El General Uribe Uribe lo anunció al General Benjamín Herrera: la determinación de arrojarse sobre el puente a la cabeza de un puñado de voluntarios e intentar lo que varios batallones en dos días de furiosos intentos no habían podido conseguir. Fueron 14 hombres los de aquel asalto increíble. El primero en ofrecerse para la misión de sacrificio fue el Sargento Saúl Suleta, ascendido en el acto a Capitan por Uribe.

Hacia las cinco de la tarde la revolución detuvo sus fuegos. El gobierno, quizá sorprendido, hizo otro tanto. En la pausa de silencio Uribe se lanzó velozmente sobre el paso seguido de su grupillo de valientes. A mitad de camino una granizada de balas rompió la quietud de la tarde, pero Uribe, levemente herido y con el sombrero arrancado de su cabeza por un proyectil, prosiguió impertérrito, hasta poner pie en la orilla opuesta, y cargar sobre los atrincheramientos y paredones más cercanos.

Aquéllo fue el desastre, el pánico, la fuga, el desmoronamiento para quienes ya ganaban la batalla. El entusiasmo, el enardecimiento, la recuperación del aliento perdido para los que la perdían. El gesto heroico se contagió a los vencidos devolviéndoles las fuerzas en angustioso desfallecimiento. El alarido de pánico "nos derrotaron", al brotar de alguna garganta anónima y despavorida en el Batallón Herrán que sostenía el puente fue el desvanecido final de una victoria que no llegó a serlo.

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Un Comandante General que reciba en bandeja un éxito inesperado de la magnitud de Peralonso, salta como un tigre sobre la presa para acabar con ella. Máxime si se tiene en cuenta que la victoria fulminante y arrolladora no terminó sobre el quebradón que resultó fatal para la causa legitimista. El pánico generado allí caló tan hondamente en el ejército del gobierno que, al día siguiente de la derrota, bastó la súbita aparición de la descubierta rebelde sobre la ribera del río Zulia donde se hablan reunido 7 batallones regulares, casi intactos en sus efectivos a excepción del Bárbula, para que reeditara el fenómeno de pavor colectivo del 16. Lo que había sido un sólido y brillante ejército, se dio a la fuga arrojando armas y equipo, en el peor desorden que pueda imaginarse.

Pero Vargas Santos no era ese Comandante. Uribe Uribe persiguió las fuerzas en derrota hasta ocupar a Pamplona y recomendó ardientemente la prosecución inmediata de la ofensiva. Lo propio hizo Benjamín Herrera, herido de algún cuidado en Peralonso. Todo fue inútil. El Viejo se obstinó en su terquedad senil, pese a que sus propias fuerzas de combate estaban intactas, frescas y disponibles, pues no participaron en Peralonso. Pretextando la necesidad de esperar armas y refuerzos no accedió a lanzarse en explotación del éxito, sobre un ejército despedazado física y moralmente. La hora decisiva pasó así para la Revolución y el Gobierno tuvo tiempo y respiro para rehacerse del desastre, bajo el mando supremo del General Manuel Casabianca, a quien inexplicablemente se le había arrebatado en vísperas de la acción da Peralonso, para nombrar Generalísimo en su reemplazo a Vicente Villamizar, cuya deplorable actuación ya ha sido comentada.

Terrible situación debió de ser la de Uribe Uribe en Pamplona, atado por la disciplina frente a una victoria que se le escapaba de las manos por la renuencia de un comandante inepto a seguir los principios de la guerra. El éxito de Peralonso que ha podido tener proyecciones estratégicas decisivas en el curso de la campaña y en la misma guerra, pasó a ser por la carencia de visión y de voluntad ofensiva del Comandante Supremo, un simple éxito táctico. El acto heroico del puente se convertía simplemente en un vibrante episodio de arrojo personal, cuando ha podido ser el comienzo de una acometida que tuviese a la capital de la República como objetivo.

Al Gobierno lo salvaron dos hombres: Manuel Casabianca, el nuevo Generalísimo, militar de carrera, capaz y valeroso, que ya destituído del mando acudió con la escolta personal asignada para su seguridad mientras se alejaba del teatro de la guerra, a reparar en parte las consecuencias del desastre. Y Gabriel Vargas Santos, el General en Jefe de la Revolución, inferior a su momento histórico y a la gran responsabilidad que se había situado sobre sus hombros. A cubierto de los formidables farallones del Chicamocha, Casabianca reorganizó el deshecho ejército y se hizo fuerte para contener la ofensiva que nunca se produjo. Vargas, encastillado en Pamplona, dejó que la fortuna cambiase de bando para no regresar a sus manos.

Palonegro fue todo un enorme absurdo militar. Una sangría monumental e inútil. Un choque brutal, directo, sin finura operativa ni visión táctica. Dentro del terrible absurdo de nuestras contiendas civiles, la carnicería de esa batalla rebasa todos los límites. Fue un encuentro de desgaste, de agotamiento, librado con valor sin límites, con enardecimiento rabioso, empecinado reyerta feroz, donde no hubo vencedor aunque sí vencido: el liberalismo revolucionario.

La batalla en sí fue profundamente contradictoria. Llevó la iniciativa el más débil, mientras el más fuerte se contentaba con hincarse tenazmente en las alturas dominantes y aguantar allí la embestida, con rigidez que abisma. Un Comandante Supremo, Generalísimo en términos de la época, con su Jefe de Estado Mayor, 57 Generales de División y de Brigada, 2.627 oficiales de diversos grados y 18.875 hombres de tropa constituía una masa impresionante de poder de combate a disposición del Gobierno. Tropas regulares en parte, de reciente incorporación las más a raíz de la desbandada de Peralonso, se enfrentaron sobre la corrugada topografía del occidente bumangués a 7.000 rebeldes.

Y fueron los siete mil los que asumieron resueltamente la ofensiva, mientras el General Próspero Pinzón mantenía inmóvil su masa superior, en defensa inexplicable, que prolongó la brega bestial durante 16 días mortales. El Generalísimo conservador, dio muestras de energía y mando personal para sostener la línea elegida, pero careció del talento táctico para sacar partido de su enorme superioridad numérica y de material. Gabriel Vargas Santos, el Comandante en Jefe Liberal, fue la negación absoluta del mando. Sobreextendió sus fuerzas hasta ser débil en todas partes. Desoyó recomendaciones decisivas de sus mejores Generales, Uribe Uribe y Herrera. Pero, lo más grave para un jefe en acción, instaló su puesto de mando a considerable distancia del frente de lucha, con lo cual su acción directa fue en extremo débil, ausente, desprovista de dinámica y de dominio personal de la situación.

Si "la sangre del soldado es la gloria del general", podríamos decir que los errores del general son la sangre del soldado. Ambos comandantes en jefe erraron lastimosamente. Pero al menos Próspero Pinzón tuvo un propósito: defender Bucaramanga sobre los mamelones de Lebrija y a él se aferró ciegamente, hasta desgastar al adversario pero sin llegar a destruirlo como hubiese podido. Vargas Santos no tuvo ninguno. Dejó maniobrar a sus comandantes subordinados, se negó a apoyar iniciativas brillantes, no explotó éxitos tácticos que han podido decidir la acción, fue mezquino en la dosificación de hombres y municiones. Para colmo de des gracias, reconocería más tarde que su máximo error había sido "no conocer a Palonegro”. Error sí. Monumental e inexcusable. Hubo tiempo antes de comprometer la acción para efectuar reconocimientos previos y formar un plan. Pero si por cualquier razón no le hubiese sido posible en las primeras fases del choque, esa ha debido ser su primera y mayor preocupación. Sobre un terreno desconocido no se puede conducir exitosamente un combate. Pero, en sus fugaces visitas al frente, Vargas Santos no hizo nada por compenetrarse con el área de operaciones. En síntesis, ni vio, ni entendió, ni comandó.

Después de algunas operaciones preliminares y encuentros de vanguardias sobre las vías que de Cachirí -lugar de concentración de las fuerzas rebeldes - conducen a Bucaramanga, se hizo notorio el propósito revolucionario de apoderarse de la capital. El 11 de mayo de 1900 comenzó la acción con el choque de fracciones menores y Uribe Uribe, con su cuerpo de 1.500 hombres pomposamente denominado ejército al igual que los otros cinco componentes del núcleo de combate de la revolución, se desplegó en línea de batalla con su ala izquierda apoyada en la casa de Palonegro, siguiendo el trazado del camino que se dirige a Lebrija.

Hasta el 12 no se puede hablar de batalla, sino de un conjunto de combates separados donde las unidades de ambos bandos se encontrasen para disputar lugares prominentes del terreno. Para el 13 ambas líneas presentaban una configuración general que habría de durar, sin cambios fundamentales, a todo lo largo de aquel forcejeo interminable. El 13 hubo un instante que ha podido decidir la batalla, librada hasta entonces en relativo equilibrio numérico, por cuanto el gobierno no había finalizado la concentración de sus efectivos. Fue cuando Uribe Uribe, observando algunas ventajas tácticas obtenidas por la División Gómez Pinzón en el Cerro de Los Muertos, ordenó una impetuosa carga que llevó su avance hasta las vecindades del Cerro de Girón. Algún refuerzo en ese momento crucial hubiese permitido quebrar la línea adversaria y penetrar hacia sus comunicaciones como un ariete. No hubo ese refuerzo ni había a quien pedírselo, porque el comandante supremo se hallaba en retaguardia, a más de quince kilómetros, con el río de Oro de por medio.

A la media noche del 13 dos ayudantes de Uribe alcanzaron el Cuartel General donde dormían, desentendidos del combate, los dos directores de la guerra, Vargas Santos y su Jefe de Estado Mayor, el doctor Foción Soto convertido en General. Al enterarse Vargas del éxito táctico de Uribe y de su angustiada petición de refuerzos para definir la acción, respondió: "Si están triunfantes para qué piden refuerzos? Es como decir, mándenme plata que estoy ganando”. Y luego de breve vacilación: "Estas cosas es mejor pensarlas despacio y consultarlas con la almohada. Ustedes están fatigados. Descansen un poco y por la mañana resolvemos". La resolución no llegó nunca.

En el lado opuesto, cuando la resuelta carga de Uribe produjo la dispersión de varios batallones y el espectro de Peralonso comenzó a cernirse sobre el campo conservador, el propio General en Jefe Próspero Pinzón se hizo presente en lo más álgido de la lucha, dando una voz poderosa que contuvo la desbandada: "De aquí, ni un paso atrás. Aquí muero hoy. Los que quieran acompañarme quédense! Y se quedaron. Dramático contraste de actitudes y voluntades en los dos Generalísimos!

A partir del 15 de mayo los refuerzos gobiernistas comenzaron a fluir sobre el frente de lucha en forma que acentuó la superioridad numérica, ya manifiesta desde el 12. Con todo Uribe Uribe, con su acostumbrada intrepidez; sin desmontarse siquiera de su caballo blanco, se hizo cargo del ala derecha e impulsó nueva carga que desestabilizó la línea contraria pero, de nuevo, la falta de refuerzos hizo nugatorio su éxito limitado.

Entre el 16 y el 25 las dos líneas, estabilizadas sobre las posiciones fuertes del terreno que habían logrado conquistar o mantener, a veces a distancias hasta de 100 metros que permitían a los adversarios insultarse con violencia, se trabaron en fuertes acciones locales sin directiva ni propósito. Nuevos refuerzos gobiernistas alcanzaron el frente el 22. Hubiera sido el momento de concentrarlos en un punto cualquiera y lanzar un ataque masivo, apoyado por el Batallón de Artillerla Politécnico, preparado y entrenado por la Misión Francesa. Un desbordamiento conservador por su ala derecha habría llevado la maniobra directamente sobre el Cuartel General de Vargas Santos, envolviendo de paso todo el dispositivo liberal y cortando su ruta de retirada hacia Rionegro.

Nada de eso se hizo. Simplemente porque la maniobra era una concepción que escapaba a la mentalidad del mando gobiernista, empecinado en la lucha frontal, torpe y agotadora. Pinzón, jefe enérgico, resuelto, más soldado que general, luchó bravamente e infundió en sus tropas la mística de lucha cimentada en la defensa de la fe católica que les permitió afrontar la carnicería con estoicismo y decisión. Todo esto faltó en Vargas Santos, prevalido de un prestigio arcaico y difuso, además de que tampoco concibió maniobra alguna, ni utilizó las que condujo Uribe Uribe para explotar el éxito.

El 25 toda la línea gobiernista se lanzó al ataque, frontalmente, sin un punto determinado para concentrar el esfuerzo principal con el ánimo de romper la línea enemiga y penetrar a la profundidad de su dispositivo. La resistencia fue tan empecinada como la ofensiva, de tal suerte que cedió en algunos puntos sin quebrarse, pero ese día las fuerzas rebeldes llegaron al límite de su resistencia, agotadas por otra parte las municiones que tan evariciosamente se habían dispensado en las horas decisivas.

El 26 el ejército liberal abandonó el campo ensangrentado, lleno de cadáveres en descomposición que impregnaban el aire de miasmas deletéreos. Exhaustos los dos contendores, no hubo por parte del mando gobiernista ningún empeño persecutorio. La batalla estéril había terminado en nada, si bien los que se retiraban sentían el amargo sabor de la derrota al no haber logrado su objetivo, y quienes los veían alejarse sin buscar la decisión en el aniquilamiento definitivo de sus casi indefensos adversarios, hacían suya la victoria. En aquella coyuntura decisiva, el General Próspero Pinzón, acompañado de su Estado Mayor, dejó también el lugar de la hecatombe para escuchar un Te-Deum que se ofició por el triunfo en Bucaramanga ...

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Las operaciones volantes, última fase de la intervención mili­tar de Rafael Uribe Uribe en la guerra de los Mil Días y con la cual concluye también su rutilante trayectoria guerrera, es todo un conjunto de proezas humanas más que de corte castrense clásico. En ellas se manifiesta toda su poderosa fuerza de voluntad, la enteresa de su carácter y el aliento de sus convicciones. Desde la retirada de Palonegro, absurdamente ordenada por Vargas Santos contra la opinión de Uribe, condujo su desastrada fracción por las soledades selváticas de Torcoroma con acierto y capacidad de liderazgo. Sus tropas fueron las que menos padecieron los rigores aniquilantes de aquel movimiento sin sentido, cuando existían otras alternativas muy superiores.

Fueron dos años más de lucha sostenida en agobiadora situación de inferioridad. Aunque sin triunfos épicos al estilo de Peralonso, es ésta quizá la época más brillante Uribe Uribe como conductor de tropas, tanto por la recursividad e ingenio de sus movimientos y acciones, como por la superación de obstáculos sin cuento opuestos simultáneamente por la naturaleza, por el adversario y por los propios comandantes de la Revolución que nunca lograron pleno concierto en la conducción de la lucha.

Por fin llegó la paz, sobre una infinidad de sepulcros y de huesos calcinados que jalonaron las rutas de los ejércitos en movimiento y los campos donde chocaron fútil y estérilmente. La nación en ruinas, la economía deshecha, el buen nombre de Colombia demeritado ante el mundo, un saldo de odios y rencores que mucho tardaría en extinguirse, señalaba toda la sinrazón de aquel conflicto que costó miles de vidas y causó ruinas y desolación al país y a su pueblo, bárbaramente conducido al sacrificio.

Dentro de ese cuadro donde alternan los perfiles dantescos de Palonegro con la hora radiante de Peralonso, Rafael Uribe Uribe brilla como conductor de hombres y como guerrero más que como militar depurado, que nunca tuvo oportunidad de ser, ni en defensa del gobierno legítimo en sus primeras campañas ni levantado contra la autoridad en las últimas.

Fue un adversario hidalgo, como lo demostró al dejar en libertad a los generales conservadores caídos en sus manos durante la batalla de Palonegro. Un jefe improvisado pero intuitivo y capaz. Supo alternar la energía de momentos cruciales en actitudes de tremenda dureza, con el sentimiento humanitario de los grandes comandantes, evidenciado en la retirada de Torcoroma, donde fue camarada de sus hombres hasta entregar su caballo a soldados heridos o desfallecientes.

Por intuición o por pragmatismo o por combinación de ambas condiciones, supo vislumbrar las oportunidades tanto en el nivel de la estrategia como en el más reducido de la táctica. Si sus peticiones desesperadas de iniciar la ofensiva sin pérdida de tiempo a raíz del éxito de Peralonso, hubiesen hallado eco en un general de verdad y no en un anciano caduco y vacilante, la historia de la Guerra de los Mil Días hubiese sido otra. Lo mismo puede decirse de Palonegro, en particular con su movimiento de ala sobre el Cerro de Girón.

El destino de los hombres establece con frecuencia asimetrías entre talento y oportunidad, capacidades y ocasión de ejercerlas. Fue el sino trágico de Rafael Uribe Uribe. Si hubiese sido comandante supremo en Peralonso o si la autoridad superior hubiese estado en manos de Benjamfn Herrera, el curso de los acontecimientos hubiese sido otro. Cuando Uribe actuó autónomamente, como en la Costa Atlántica o los Llanos Orientales, lo hizo con maestría y audacia, aún en condiciones de considerable inferioridad. Por ello lució en la plenitud de sus brillantes cualidades de jefe.

De haber tenido Uribe oportunidades de perfeccionamiento escolástico en disciplinas militares continuadas hubiese podido llegar a ser un general de calidades eximias. Lo fue, es verdad, pero dentro de patrones guerreros que, tal como se ha visto a través de esta silueta de su figura guerrera, eran de pobre contextura profesional.

Las guerras, particularmente esta última de características tan inhumanas en razón de la ineptitud militar de muchos jefes superiores, hicieron de Rafael Uribe Uribe un pacifista convencido. Envainó la espada para siempre y en muchas de sus intervenciones parlamentarias de años posteriores, su retórica vibrante se enrumbó a combatir la guerra y a exaltar los beneficios de la paz entre hermanos.

(Firma, ver imagen enseguida)
ALVARO VALENCIA TOBAR

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Imagen de la última página del prólogo con la firma del autor Alvaro Valencia Tovar

(Click sobre las imágenes para ampliarlas y hacerlas legibles. Click en "Atrás" en la barra para regresar al aquí)
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Continuación del DEBATE: RAFAEL URIBE URIBE -RUU- (1859 - 1914). Debate. Continuación III. , http://rafael-uribe-uribe-tw.blogspot.com/2009_11_12_archive.html

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Actualizó: NTC … / gra . Noviembre 9, 2009, 3:44 PM / nov. 10, 2009. 2:24 PM

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